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LOS DIEZ MANDAMIENTOS DEL MATRIMONIO
Para tener un matrimonio feliz y duradero no basta con pedir la bendición de Dios en el altar. Es necesario también trazar una estrategia para perseverar juntos en medio de las dificultades propias de la vida conyugal. Toda pareja que anhela cultivar una relación sólida debe considerar estos diez principios, que hemos llamado “Los diez mandamientos del matrimonio”.
1. Amar a Dios
“Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento” (Marcos 12:30).
a) La relación con Dios es personal y debe ocupar el primer lugar en la vida de cada hombre y cada mujer, aun antes que el esposo o la esposa. Por eso, cada cónyuge necesita apartar a diario un tiempo para enriquecer la comunión con el Creador y mantenerla viva.
La vida cristiana se sostiene con la meditación, la lectura y, sobre todo, la práctica de la Palabra de Dios, sustentada por la comunión con el Espíritu Santo, la alabanza y la oración.
b) No debemos forzar a nuestro cónyuge a amar a Dios. En cambio, debemos inspirarlo y animarlo con nuestro propio ejemplo, pues la búsqueda espiritual, cuando es forzada, se convierte en un acto de obligación y no de convicción.
c) Desde el inicio, la pareja debe ceder el control de su vida matrimonial al Señor. Él ha de ser el socio mayoritario de esta “sociedad conyugal”, mientras que los cónyuges son los socios minoritarios. Solo así esa sociedad tendrá éxito.
2. Vivir en pureza sexual
La sexualidad es un aspecto fundamental del matrimonio, con fuerte incidencia en la vida espiritual. Dios dispuso que el inicio de la unión matrimonial quedara sellado por la unión sexual entre un hombre y una mujer:
“Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre. Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada. Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne. Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban” (Génesis 2:22-25).
En la sexualidad aprobada por Dios no hay vergüenza. Su plan original fue que ambos se guardaran en pureza hasta el día de la boda y que, tras la bendición en el altar, comenzaran juntos a disfrutar la intimidad conyugal. Esto contrasta con la cultura actual.
Hoy muchos llegan al matrimonio con experiencias previas que, lejos de enriquecer, entorpecen la vida sexual en pareja. La idea de que “la experiencia de la calle” mejora el desempeño sexual no corresponde al plan divino. En nuestros años de consejería, hemos visto que quienes se guardaron hasta el matrimonio disfrutan de una vida sexual más plena que quienes no lo hicieron.
La buena noticia es que Dios ofrece redención por medio de Jesucristo. “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17). La salvación alcanza también a la sexualidad, para restaurarla conforme al plan de Dios. No te sientas culpable por haber tenido una vida sexual previa al matrimonio, la sangre de Cristo nos limpia de “todo” pecado y de “toda” maldad. Dios promete perdonar tus maldades y no acordarse de tus pecados (Hebreos 8:12).
La intimidad sexual une física, emocional y espiritualmente a los esposos tal como leemos en la Palabra: “Los dos serán una sola carne” (1 Corintios 6:16). Por eso, las relaciones fuera del matrimonio dejan cicatrices sentimentales, físicas e incluso espirituales. Hablar con transparencia sobre el pasado y el presente en esta área es señal de madurez que protege y sana la relación.
3. El divorcio no es una opción
Cuando una pareja contempla el divorcio como una posibilidad “por si la relación no resulta”, ya ha sembrado en su unión una semilla de fracaso. El mero hecho de considerarlo erosiona la confianza y debilita el compromiso que prometieron ante Dios y los testigos.
Vivimos en un mundo que relativiza todo y rechaza los absolutos. Muchos dicen, con ironía, que ya no existen matrimonios “hasta que la muerte los separe”, sino “hasta que el divorcio los separe”. Otros afirman abiertamente que la causa del divorcio es el matrimonio mismo y promueven las relaciones “sin papeles” como la mejor opción.
Las parejas cristianas no pueden dar cabida a esta clase de pensamientos. El cónyuge que ama a Dios apostará por la felicidad matrimonial para toda la vida. Por supuesto, la vida conyugal incluye dificultades, conflictos, luchas y pruebas; pero si Jesucristo es la roca y el fundamento del matrimonio, ese hogar permanecerá firme ante las tempestades.
Por eso, los esposos deben acordar desde el comienzo que para ellos el divorcio no es una alternativa. Así lo afirma la Palabra:
“Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” (Mateo 19:6).
El “Manual del Creador”, la Biblia, enseña que el divorcio es consecuencia de la dureza del corazón. Jesús lo explicó así:
“Les dijo [Jesús]: —Ante su dureza de corazón, Moisés les permitió divorciarse de sus mujeres; pero desde el principio no fue así” (Mateo 19:8).
Cuando Dios ocupa el primer lugar en el matrimonio y los esposos mantienen una relación íntima con el Espíritu Santo, no hay espacio para la dureza del corazón ni para el divorcio.
Por eso cabe preguntar: ¿Creen realmente que Dios los ha unido?
Si tienen esta certeza, nadie en la tierra podrá separarlos, porque…
“Cordón de tres dobleces no se rompe pronto” (Eclesiastés 4:12).
4. El matrimonio es un pacto, no un contrato
Nuestra sociedad occidental, acostumbrada a la cancelación y al incumplimiento de contratos, rara vez comprende el verdadero significado del pacto matrimonial.
En la Biblia, el pacto no es un simple acuerdo legal, sino un compromiso irrompible, indisoluble y eterno, establecido una sola vez y para siempre. En la antigüedad, los pactos se sellaban con derramamiento de sangre. Jesucristo, el Cordero de Dios, derramó su sangre en la cruz del Calvario para que hoy podamos gozar de su bendición en todas las áreas de nuestra vida, incluido el matrimonio.
Cuando los novios cristianos se casan, hacen un voto solemne ante Dios: amarse y ser fieles “en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, hasta que la muerte los separe”. En ese momento, no solo sellan un compromiso entre ellos, sino también un pacto con Dios, que es el principal participante de esa unión, tal como lo declara la Escritura:
“Dios fiel, que guarda el pacto” (Deuteronomio 7:9).
El pacto conlleva un intercambio. Cada cónyuge se entrega al otro en amor mutuo, y Dios, como testigo y garante de ese pacto, derrama sobre ambos su amor eterno, inagotable y perdurable. Así, el matrimonio recibe la gracia de un amor que no se agota con el tiempo ni con las pruebas.
En el altar, los novios prometen amarse para siempre. Aunque la fragilidad humana a veces impide cumplir esa promesa, Dios toma la buena intención de los esposos y les concede su gracia para que puedan perseverar en el amor. ¡Este es un pacto glorioso y sobrenatural!
Por eso, el verdadero motor de un matrimonio sólido no es el amor meramente sentimental, que fluctúa con las emociones, sino el amor de pacto, el amor de Dios derramado sobre cada esposo y esposa. Ese amor es el que sostiene, fortalece y da permanencia a la relación.
¿Qué amor sostiene tu matrimonio?
5. Mi cónyuge, mi mejor amigo y confidente
Sin lugar a dudas, después de Dios, nuestro cónyuge debe ocupar el lugar de nuestro mejor amigo y confidente. Así lo expresa la esposa en el Cantar de los Cantares:
“Tal es mi amado, tal es mi amigo” (Cantares 5:16),
y el esposo a su vez declara con ternura:
“Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven” (Cantares 2:10).
Desde el noviazgo es vital cultivar el diálogo constante y sincero. Cuanto más conversen, más se conocerán; y a medida que la relación se profundice, la amistad crecerá y se fortalecerá, preparando un cimiento sólido para el futuro matrimonio.
Cuando no consideramos a nuestro cónyuge como amigo y confidente, se abre una brecha invisible que, con el tiempo, debilita el vínculo conyugal. Podemos tener amistades cercanas y valiosas, pero ninguna relación terrenal puede ni debe superar la intimidad emocional y espiritual que compartimos con nuestro cónyuge.
Los esposos comparten techo, vida cotidiana, intimidad sexual y comunión espiritual; esa cercanía los distingue de cualquier otra amistad, por muy buena que sea. Por ello, si nuestras amistades saben cosas que decidimos ocultar a nuestro cónyuge, estamos levantando muros que erosionan la confianza y pueden causar un daño irreparable a la relación.
En todo buen matrimonio solo hay lugar para tres protagonistas: el Señor, el esposo y la esposa.
El equilibrio de esa relación triangular (Dios al centro, y los dos unidos a Él) es el secreto de un vínculo fuerte, transparente y feliz.
En los matrimonios felices y duraderos suele repetirse una misma secuencia natural:
a) La relación entre el hombre y la mujer inicia con un acercamiento que da paso a la amistad.
b) Con el tiempo, la amistad se convierte en enamoramiento, luego en noviazgo y finalmente en compromiso.
c) Tras el compromiso llega la boda, y los novios, ya amigos, comienzan a disfrutar juntos de la vida matrimonial.
d) Con la vida matrimonial llega la pasión y la intimidad.
e) Con la pasión y la intimidad nace una unidad indisoluble: “Así que no son ya más dos, sino una sola carne” (Mateo 19:6).
f) La intimidad conyugal da lugar a la procreación.
g) Con los años, el matrimonio sigue fortaleciéndose gracias a la amistad, el enamoramiento, la pasión, la intimidad y la unión que se renuevan día a día
Cultivar la amistad con nuestro cónyuge es una de las mayores riquezas que Dios ha dispuesto para el matrimonio.
6. Del singular al plural
El inicio de la vida matrimonial exige ajustes profundos en la manera de pensar, hablar y actuar. Uno de los más importantes es el cambio en nuestro lenguaje: ya no es “yo”, sino “nosotros”; ya no es “mío”, sino “nuestro”.
El matrimonio es una sociedad de dos: hombre y mujer, donde cada decisión y cada acción repercuten inevitablemente en el otro… para bien o para mal. La Palabra de Dios lo expresa con claridad al describir el origen de la unión conyugal:
“El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer…” (Génesis 2:24).
Este principio indica un cambio de rumbo y de prioridades: dejar el hogar de origen y comenzar una vida en común con nuestro cónyuge. A partir de ese momento, ya no decimos “esto es mío”, sino “esto es nuestro”. Todo (las alegrías, los recursos, los logros, las responsabilidades) pasa a ser compartido, sin que ello implique perder la individualidad ni el desarrollo personal de cada uno.
Muchos ven el matrimonio como una limitación o una cárcel, pero Dios lo diseñó como una plataforma de crecimiento mutuo: un lugar donde ambos pueden desplegar su potencial y alcanzar metas más altas que las que lograrían por separado. No fue creado para “cortarnos las alas”, sino para impulsarnos a volar más alto juntos.
El bienestar, el éxito y el desarrollo de nuestro cónyuge deben ser motivo de alegría y satisfacción personal. Cuando aprendemos a mirar todo desde la perspectiva de pareja, dejamos de competir y empezamos a colaborar para enriquecer nuestra vida conyugal.
¡Es tiempo de dejar el singular y abrazar el plural!
7. Respeto mutuo en palabras y acciones
Lamentablemente, la violencia ha penetrado en muchos hogares y ha afectado profundamente la vida familiar y matrimonial. Sus causas son diversas, pero en esencia se reducen a la falta de respeto por la dignidad y el valor de la otra persona.
El respeto hacia el cónyuge debe basarse, ante todo, en reconocer que es una criatura de Dios, formada a su imagen:
“Creó, pues, Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó” (Génesis 1:27).
En segundo lugar, mi cónyuge es un hijo o una hija de Dios, y por lo tanto, mi hermano o hermana en la fe, merecedor(a) del mismo respeto y honor que todo hijo del Padre celestial:
“Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio derecho de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12).
En tercer lugar, mi cónyuge es mi compañero o compañera de vida, el “socio” con quien elegí formar un hogar entre todas las personas en el mundo. Esa elección lo hace único y especial en mi historia:
“Hallé al que ama mi alma. Me prendí de él y no lo solté” (Cantares 3:4).
El respeto debe expresarse no solo en los sentimientos, sino en palabras y acciones cotidianas. Jesús nos recordó el mandato esencial:
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:39).
Por eso, respeta a tu cónyuge como deseas que te respeten. A todos nos agrada que nos hablen con palabras dulces, amables y apacibles. En cambio, las burlas, los insultos, los reclamos airados, las palabras hirientes, los gritos y, peor aún, cualquier forma de violencia, destruyen la confianza y lastiman el corazón. Por ello, evitemos todo lo que degrade o denigre al otro.
Jamás justifiques acciones que atenten contra la integridad física, emocional o espiritual de tu cónyuge.
Un matrimonio sólido se construye sobre el cimiento del respeto mutuo; sin él, ni el amor ni la convivencia podrán sostenerse.
8. Lealtad y fidelidad, el marco de la felicidad
La lealtad y la fidelidad deben ser las características distintivas de cada cónyuge que desea construir un matrimonio feliz y perdurable. Sin estas virtudes, no hay confianza ni seguridad; y sin confianza, el amor se vuelve frágil.
Vivimos en una sociedad que ataca constantemente estos valores. A cada paso se presentan tentaciones sutiles o abiertas para ser infieles: mensajes aparentemente inocentes, insinuaciones, vínculos emocionales fuera de lugar o propuestas que prometen placer momentáneo. A simple vista pueden parecer atractivas, pero su final suele ser la desgracia, el dolor, la destrucción de hogares e incluso la muerte espiritual y emocional.
Cuando se rompe la lealtad y la fidelidad, se quiebra el fundamento mismo del matrimonio. Aun si el cónyuge infiel se arrepiente sinceramente, restaurar la confianza requiere tiempo, paciencia y gracia; y con frecuencia queda la herida de la duda. El matrimonio puede sobrevivir, pero la recuperación es lenta y dolorosa.
La fidelidad no es fruto del esfuerzo humano solamente: se sostiene cuando los esposos caminan tomados de la mano del Señor. El apóstol Pablo exhortó así a los tesalonicenses:
“La voluntad de Dios es vuestra santificación; que os apartéis de fornicación; que cada uno de vosotros sepa tener su propia esposa en santidad y honor” (1 Tesalonicenses 4:3-4).
Por esta razón, es sabio mantener una distancia prudente con personas del sexo opuesto, especialmente con aquellas hacia las que sentimos atracción. Los límites claros protegen el corazón y preservan el compromiso con nuestro cónyuge.
La fidelidad es una decisión diaria, un acto de obediencia primero a Dios y luego al esposo o a la esposa. Recordemos que tenemos un enemigo que busca destruir la paz del hogar:
“Sean sobrios y velen. Su adversario, el diablo, como león rugiente anda alrededor buscando a quién devorar” (1 Pedro 5:8).
Elegir la fidelidad fortalece el matrimonio y trae paz al corazón.
Recomendamos leer también nuestro artículo: “¿Se debe perdonar la infidelidad?” y “Cómo vencer la infidelidad”.
9. Semejantes, pero no iguales
Aquellos que promueven la llamada “igualdad de género” quizá no han leído con atención lo que enseña la Escritura. Desde el principio, la Biblia revela que Dios creó al ser humano de forma maravillosa y diferencial:
“Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Génesis 1:27).
Esto significa que tanto el hombre como la mujer comparten la misma dignidad y valor, pues ambos fueron creados a la imagen de Dios. Aun así, la caída afectó a los dos por igual. Aunque Eva fue la primera en desobedecer, Dios le pidió cuentas a Adán:
“Y llamó Jehová Dios al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú?” (Génesis 3:9).
Ambos, hombre y mujer, se apartaron de Dios y ambos necesitaron redención.
Dios no repite sus obras: ninguna persona es idéntica a otra. La ciencia confirma esta verdad: no existen dos huellas digitales iguales. Cada ser humano es único, irrepetible y valioso para el Creador. Así lo resalta Jesús:
“¿No se venden cinco pajaritos por dos moneditas? Pues ni uno de ellos está olvidado delante de Dios. 7 Pero aun los cabellos de la cabeza de ustedes están todos contados. No teman; más valen ustedes que muchos pajaritos” (Lucas 12:6-7).
Aunque hombres y mujeres somos semejantes en cuanto a dignidad, no somos iguales. Las diferencias físicas son evidentes: desde la composición genética, el ADN y las hormonas, hasta la estructura corporal. A esto se suman las diferencias psicológicas, las fortalezas, las habilidades y las virtudes particulares que Dios concedió a cada uno.
Muchas veces pretendemos que nuestro cónyuge actúe, piense o reaccione igual que nosotros, sin darnos cuenta de que Dios lo creó distinto, y esa diversidad es intencional. No existen dos personas iguales ni que razonen de la misma manera.
La Escritura también nos recuerda que, a pesar de esa singularidad, todos compartimos una misma condición espiritual:
“Como está escrito: No hay justo, ni aun uno” (Romanos 3:10).
Pero gracias a Cristo, tenemos la oportunidad de acercarnos…
“… confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16).
Por eso, respeta y valora las diferencias de tu cónyuge. En lugar de intentar imponer tus gustos, aprende a disfrutar de su individualidad y de la riqueza de haber sido creados (ambos) a la imagen de Dios.
Recomendamos leer nuestro artículo: “Creados a semejanza de Dios”.
10. Sí al perdón, no al rencor
Convivir a diario con otra persona, por más que la amemos, inevitablemente traerá conflictos, desacuerdos y momentos de enojo. Dos personas con historias, temperamentos y formas de pensar distintas no siempre reaccionan igual ni ven la vida del mismo modo. Es natural que surjan tensiones, pero es fundamental aprender a manejarlas de manera saludable.
Cuando los cónyuges discuten y no logran llegar a un acuerdo, surge la tentación de guardar silencio, distanciarse y levantar muros emocionales. Aunque puede ser prudente guardar un breve espacio para que “se calmen los ánimos”, la reconciliación no debe posponerse indefinidamente. Si no se resuelve el conflicto, la falta de perdón se convierte en rencor, y el rencor es como una herida que se infecta y sigue causando dolor. Lo que se percibió como un agravio comienza a torturar el corazón y debilita la relación.
El perdón no es un sentimiento, sino una decisión voluntaria. Es un acto de fe, en obediencia al mandato de Dios:
“Y cuando se pongan de pie para orar, si tienen algo contra alguien, perdónenlo para que su Padre que está en los cielos también les perdone a ustedes sus ofensas” (Marcos 11:25).
El sentimiento de paz suele llegar después de decidir perdonar; y con el tiempo, el rencor pierde su fuerza y se desvanece.
Si tienes la tendencia a guardar resentimiento o a no perdonar con facilidad, pide a Dios que te ayude a trabajar en esa área. Ningún matrimonio puede ser feliz y estable si los esposos no aprenden a perdonarse una y otra vez. Jesús enseñó a perdonar sin llevar la cuenta:
“…hasta setenta veces siete” (Mateo 18:22).
El perdón es una llave que abre la puerta a la sanidad interior y mantiene el amor vivo.
Recomendamos leer nuestra reflexión: “La llave del perdón”.
¡Dile sí al perdón, y no al recor!
Conclusión
Si anhelas un matrimonio feliz y duradero, haz tuyos estos principios que hemos llamado “Los diez mandamientos del matrimonio”.
Que Dios sea el centro, que el pacto sea el sello y el perdón la llave que mantenga viva la relación.
Ritchie y Rosa Pugliese
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