LA LIMPIEZA ESPIRITUAL: CLAVE PARA UNA VIDA CRISTIANA SALUDABLE

La limpieza espiritual: clave para una vida cristiana saludable. Todos sabemos lo importante que es mantener la limpieza del hogar y una buena higiene personal. Sin embargo, existe una limpieza aún más vital: la limpieza espiritual.

Así como no podemos decirle a una visita que “nuestra casa estaba limpia ayer” si hoy está sucia, tampoco podemos vivir la vida cristiana sobre la base de los pecados confesados en el pasado. Debemos estar a cuentas con Dios cada día.

Con el paso del tiempo, hemos identificado patrones de pecado que contaminan nuestra vida espiritual y afectan nuestra relación con Dios y con quienes nos rodean. La buena noticia es que, al igual que combatimos la suciedad física con productos de limpieza, podemos combatir la contaminación espiritual mediante la sangre preciosa de Jesucristo. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).

Hoy te invitamos a iniciar un proceso de limpieza espiritual. Examina tu corazón delante de Dios y detecta aquello que puede estar afectando tu vida espiritual y tus relaciones familiares:

  1. EL PECADO Y LAS TRANSGRESIONES PERSONALES

El pecado no solo es hacer lo malo, sino llevar una vida independiente de Dios. Incluso después de aceptar a Cristo, estamos expuestos a las “obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas” (Gálatas 5:19-21).

Las transgresiones son acciones que están a punto de violar los límites de Dios. Pueden parecer inofensivas, pero tienen el potencial de dominarnos. Es como intentar poner la mano en el fuego y sacarla rápidamente para no quemarnos. Es como caminar en el borde de una cornisa entre lo bueno y lo malo. Por ejemplo, no podemos decir que mirar televisión sea pecado, pero si mirar cierto tipo de programas me contamina, debería cambiar de canal. Tampoco podemos decir que comer sea pecado, pero si la comida me domina y no puedo controlarme, debería disciplinarme en esa área. Por eso, el salmista oraba:“¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos. Preserva también a tu siervo de las soberbias; que no se enseñoreen de mí; entonces seré íntegro, y estaré limpio de gran rebelión. Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti, Oh Jehová, roca mía, y redentor mío” (Salmos 19:12–14)

La práctica continua de las transgresiones podría llegar a insensibilizarte poco a poco hasta que ya no puedes escuchar la voz de advertencia del Espíritu Santo. El apóstol Pablo lo entendía muy bien, por ello escribió: “Todas las cosas me son lícitas, mas no todas convienen; todas las cosas me son lícitas, mas yo no me dejaré dominar de ninguna” (1 Corintios 6:12).

Examina tu corazón a la luz de la Palabra “porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”  (Hebreos 4:12) y confiesa tus pecados: “Mi pecado te declaré… y tú perdonaste la maldad de mi pecado” (Salmos 32:5). Y recuerda: “Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1).

  1. PATRONES DE INIQUIDAD

La iniquidad puede venir de nuestros antepasados. Estos actos impíos pueden incluir la consulta a un vidente, las cartas astrales, el tarot, el trabajo de un brujo o la directa participación en prácticas ocultas o espiritistas, como por ejemplo, hablar con los muertos. La Biblia señala que la iniquidad de nuestros antepasados corre por nuestra línea sanguínea y nos afecta a nosotros, nuestros hijos, nuestros nietos, y así sucesivamente. Sin embargo, Dios dice: “Yo soy Jehová tu Dios… que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen” (Éxodo 20:5).

Debemos buscar la asistencia de un pastor o un líder espiritualmente maduro, que tenga discernimiento para ayudarnos a cortar toda maldición heredada de nuestros antepasados, como así también toda participación en las prácticas ocultas o espiritistas en las que nosotros mismos hayamos incurrido por ignorancia o curiosidad.  Hoy día, cada vez son más los que se involucran en sectas diabólicas, que prometen “beneficios”, como por ejemplo, la prosperidad financiera o el amor de una pareja, a cambio de algún pacto, que generalmente incluye el derramamiento de sangre de un animal y, en casos extremos, de un ser humano. Esto abre las puertas al diablo y sus demonios para que nos atormenten, ya que una vez que el enemigo les otorgó lo que le pidieron, las personas quedan atadas, enlazadas, atrapadas, oprimidas y atormentadas durante toda la vida. Lamentablemente, muchas veces incluso terminan por suicidarse o cometer asesinatos masivos.  Solo cuando decidimos renunciar a estas prácticas ocultas y pedir que la sangre de Jesucristo corte esos pactos podemos ser libres, porque “Él es quien perdona todas tus iniquidades” (Salmos 103:3). Una vez hecho esto debemos consagrar nuestra línea generacional a Dios.

Invitemos al Espíritu Santo a recorrer nuestro linaje y declaremos que a partir de ahora nosotros, nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, disfrutaremos la bendición, la gracia y el favor de Dios “que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado” (Éxodo 34:7). “Y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades” (Hebreos 8:12).

  1. FALTA DE PERDÓN

Leemos en Mateo 5:7: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. La falta de misericordia y perdón ha sido, por generaciones, causa de guerras, asesinatos y divorcios. La falta de perdón produce heridas emocionales y espirituales, que no solo enferman el alma, sino que también afectan el cuerpo físico. Así lo experimentó el salmista al proclamar: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos” (Salmos 32:3). Tragamos veneno cuando no perdonamos… es un veneno que infecta nuestro corazón y lo convierte en un terreno fecundo para que broten raíces de amargura, y así nos impide “alcanzar la gracia de Dios” (Hebreos 12:15).

Existen muchos motivos o experiencias vividas que requieren nuestro perdón. Quizás una ofensa, una mala contestación, abuso de autoridad, un hermano en la fe o pastor que nos falló, las expectativas no cumplidas de alguien que nos defraudó o nos mintió, el dolor que alguna persona nos causó. A veces necesitamos perdonar a nuestros mismos padres, cónyuges, hijos, hermanos o a aquellos que llamábamos amigos, incluso a nosotros mismos por algo que hicimos o dejamos de hacer… y la lista puede ser interminable.

Ahora bien, tenemos algunas ideas falsas con respecto al perdón:

 a) Pensamos que el ofensor debe ganarse nuestro perdón.

Con frecuencia pensamos que quienes nos lastimaron deben disculparse, dar muestras de estar arrepentidos y pedirnos perdón, y muchas veces esperamos que de alguna manera nos compensen por el dolor que nos provocaron. Sin embargo, Dios nos ordena perdonar ya sea que la otra persona nos haya pedido perdón o no, esté arrepentida o no, se lo merezca o no. “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8).

b) Pensamos que perdonar significa olvidar.

Dios mismo declara: “Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados” (Isaías 43:25). ¿No sería maravilloso que nuestra mente funcionara como la de Dios? Quisiéramos tener la capacidad de olvidar tanto nuestros propios pecados como los de los demás. Pero, en nuestra humanidad, nos resulta difícil olvidar aquello que más nos ha herido.

El simple hecho de recordar una ofensa no significa que no hayas perdonado; sino que no puedes olvidar como lo hace Dios. Tal vez debas perdonar la misma ofensa cada vez que regrese a tu memoria, pero no te condenes por seguir recordándola. Hay una diferencia entre recordar ocasionalmente y vivir constantemente pensando en ello. Recordar es natural; obsesionarse con ello es dañino.

En cambio, cada vez que ese recuerdo venga a tu mente, entrégaselo al Señor. Como enseña 2 Corintios 10:5: “Destruimos argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevamos cautivo todo pensamiento para que se someta a Cristo”.

c) Pensamos que perdonar significa restaurar la relación con el ofensor.

Una persona que te hizo daño no necesita ganarse tu perdón, pero sí debe volver a ganarse tu confianza. Puedes liberar a alguien de su ofensa y, al mismo tiempo, establecer límites sanos para tu corazón. Dios nos manda a perdonar, y a hacerlo sin reservas. Sin embargo, reconciliarse con un esposo que te ha golpeado y no muestra arrepentimiento, con una amiga que te ha difamado (y continúa haciéndolo) o con alguien que te maltrata constantemente, es una situación completamente diferente. Puedes perdonar a esa persona, pero no estás obligado a reanudar la relación ni a exponerte a un nuevo daño.

Finalmente, puede que esperes a sentir deseos de perdonar, pero eso quizás nunca ocurra. Debes hacerlo en obediencia y fe. “Si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mateo 6:15). El perdón te hace libre del resentimiento en tu corazón. Cuando perdonas, no solo liberas a la otra persona, sino que te liberas a ti mismo. Te animamos a hacer silencio y permitir que Dios ponga en tu mente el nombre de todos aquellos a los que debes perdonar y, por fe, perdonar a cado una para que puedas ser libre y cumplir en libertad el plan de Dios para tu vida. Recomendamos leer nuestro devocional: La llave del perdón

  1. LO QUE YO HABLO DE MÍ

En Génesis vemos que Dios creó el mundo con sus palabras. “Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz” (1:3); así, con sus palabras creó todo lo que hoy conocemos.  Proverbios 18.21 señala: “La muerte y la vida están en poder de la lengua”. No deberíamos subestimar el poder de nuestras palabras. Con ellas podemos sentenciar muerte o vida en diferentes situaciones. Con ellas podemos pronunciar un futuro negativo o positivo y hasta podemos determinar nuestro estado de ánimo. En fin, muchos aspectos de nuestra vida dependen de nuestras palabras.

Son incontables las veces en que pronunciamos sentencias negativas sobre nosotros mismos, como por ejemplo: “No sirvo para nada”, “Soy un inútil”, “Todo me sale mal”, “Todas las desgracias me pasan a mí”, entre otras. Este tipo de expresiones atenta contra lo que Dios declara acerca de nosotros. Y aunque a veces parezcan frases inofensivas, en realidad afirman una realidad que no está en línea con la verdad de Dios. Debemos recordar que el enemigo siempre busca degradarnos y rebajarnos. Si le damos lugar, puede utilizar nuestros propios pensamientos y nuestras palabras para debilitarnos por dentro y destruirnos.

Necesitamos arrepentirnos de toda palabra negativa que hemos dicho —o que solemos decir— acerca de nosotros mismos, y comenzar a hablar conforme a la verdad de Dios, como lo hizo el salmista cuando declaró:: “Soy una creación maravillosa, y por eso te doy gracias. Todo lo que haces es maravilloso” (Salmos 139:14 NTV). Dios tiene buenos pensamientos sobre nosotros y planes de bendición para nuestra vida; sin embargo, esos planes no se cumplirán automáticamente sin nuestra participación activa: “Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis” (Jeremías 29:11).

  1. LO QUE OTROS HABLAN DE MÍ

Es inevitable que hablen de nosotros. Además, como cristianos, debemos ser conscientes de que nuestro enemigo, el diablo, puede usar a otras personas para atacarnos mediante críticas, murmuraciones, calumnias, difamaciones, chismes y todo tipo de comentarios negativos. Su propósito es degradar nuestra imagen y reputación, y así robarnos el gozo. Y si logra, no podremos resistir sus artimañas, porque “el gozo del Señor es [nuestra] fuerza” (Nehemías 8:10).

Una cosa es que las personas hablen porque les hemos dado motivos; pero cuando nos atacan injustamente, es natural sentir impotencia y dolor. Sin embargo, Jesús nos enseñó: “Amen a sus enemigos, bendigan a los que los maldicen, hagan bien a los que los odian, y oren por quienes los persiguen” (Mateo 5:44 RVC). “Bienaventurados serán ustedes cuando por mi causa los insulten y persigan, y mientan y digan contra ustedes toda clase de mal” (Mateo 5:11).

Aun así, podemos silenciar toda voz que se levante en nuestra contra, porque el Señor ha prometido rescatarnos: “Ninguna arma forjada contra ti prosperará, y condenarás toda lengua que se levante contra ti en juicio. Esta es la herencia de los siervos de Jehová, y su salvación de mí vendrá, dijo Jehová” (Isaías 54:17).

Por lo tanto, piensa en todas las palabras negativas que han sido pronunciadas contra ti—ya sea por figuras de autoridad, padres, maestros, jefes, supervisores, pastores, mentores, hermanos e incluso por tu cónyuge—y cancela el poder destructivo de esas declaraciones con la autoridad de la Palabra de Dios. En el nombre de Jesús, cancela sus efectos y declara las promesas de la Palabra de Dios sobre tu vida.

  1. LO QUE YO HABLO DE OTROS

Leemos en Proverbios 16:24 (RVC): “Las palabras amables son un panal de miel; endulzan el alma y sanan el cuerpo”. ¡Cuidado! Con nuestras palabras podemos sanar… o también herir.

Si somos sinceros, todos hemos hablado de otros en mayor o menor medida. Nuestra naturaleza humana, muchas veces, nos impulsa a emitir juicios despectivos. Y con frecuencia, nos escudamos tras una aparente superioridad moral o espiritual para criticar la conducta y las acciones de los demás, en lugar de examinarnos a nosotros mismos. Así lo entendió el profeta Isaías cuando, al ver al Señor sentado en un trono alto y sublime, exclamó:: “¡Ay de mí, pues soy muerto! Porque siendo un hombre de labios impuros y habitando en medio de un pueblo de labios impuros, mis ojos han visto al Rey, al SEÑOR de los Ejércitos” (Isaías 6:5).

Por eso, pide al Espíritu Santo que te revele cualquier palabra que hayas pronunciado contra alguien. Arrepiéntete y pídele perdón al Señor. En algunos casos, también será necesario pedir perdón directamente a la persona que has juzgado o criticado. Revierte tus palabras y comienza a hablar bien de esa persona. La Palabra nos instruye: “Bendigan a los que les persiguen; bendigan y no maldigan” (Romanos 12:14)

Decide ser un canal de bendición, no de maldición. Tal vez no sientas hacerlo, pero hazlo por fe. Recuerda que “por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado” (Mateo 12:37). Y si necesitas inspiración, contempla al Señor sentado en su trono.

¡No descuides esta área tan vital en tu limpieza espiritual: clave para una vida cristiana saludable!

Ritchie y Rosa Pugliese

 


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