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CREADOS A SEMEJANZA DE DIOS
Las Escrituras nos enseñan que hemos sido creados a semejanza de Dios, desde luego, no una semejanza física, sino espiritual. ¿Qué implica?
El ser humano tiene un espíritu que lo distingue de los animales, y es precisamente, su naturaleza espiritual la que le permite tener comunión con Dios y ser semejante a Él en un aspecto mental, moral y social.
En el último día de la creación “dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” (Génesis 1:26). Es decir, que fuimos hechos para parecernos a Dios. Adán no se parecía a Dios en un sentido material (cuerpo), sino en un sentido inmaterial (alma / espíritu). La Palabra dice que “Dios es espíritu” (Juan 4:24) y, por tanto, Él existe sin un cuerpo material. Sin embargo, Dios creó a Adán con una parte material (cuerpo) y una inmaterial (alma / espíritu). De modo que la imagen de Dios, se refiere a la parte inmaterial del hombre, que lo diferencia del reino animal, motivo por el cual Dios lo designó para tener “dominio” sobre la tierra y sus criaturas (Génesis 1:28), y lo capacitó para tener comunión con su Creador. Por lo tanto, la imagen y semejanza de Dios se refiere a una semejanza mental, moral y social.
Semejanza mental: El hombre fue creado como un ser racional con voluntad propia. En otras palabras, el hombre puede razonar y decidir como un reflejo de la inteligencia y la libertad de Dios.
Semejanza moral: El hombre fue creado en justicia y perfecta inocencia como un reflejo de la santidad de Dios. Dios vio todo lo que había hecho (incluido el ser humano) y dijo que era “muy bueno” (Génesis 1:31). Nuestra conciencia moral es un vestigio de ese estado original.
Semejanza social: El hombre fue creado para tener compañerismo como un reflejo de la comunión que goza la Trinidad. En el Huerto del Edén, el hombre tenía una perfecta relación con Dios (Génesis 3:8). Luego Dios hizo a la mujer porque “no es bueno que el hombre esté solo…” (Génesis 2:18). Cada vez que alguien contrae matrimonio, hace amistad o participa de una comunidad en paz, está demostrando el hecho de que fuimos hechos a semejanza de Dios.
Adán tenía la capacidad de tomar decisiones libremente porque había sido hecho a la imagen de Dios, pero a pesar de tener una naturaleza justa, Adán y Eva tomaron la mala decisión de rebelarse contra su Creador. Al hacerlo, dañaron la imagen de Dios que poseían en su interior, y pasaron esa semejanza dañada a toda su descendencia (Romanos 5:12). Hoy, todavía llevamos dentro de nosotros esa semejanza de Dios (Santiago 3:9) en la cual está implícita la capacidad de amar; pero claro está que también mostramos las cicatrices del pecado y sus efectos mentales, morales y sociales.
No obstante, como parte de tal “imagen y semejanza de Dios”, el corazón humano tiene la capacidad de amar a Dios primero y, por consiguiente, al prójimo. El mismo Jesús respondió a uno de los escribas que lo escuchaba enseñar: “El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos” (Mateo 12: 29-31).
Ningún ser humano con una naturaleza caída puede amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas las veinticuatro horas del día. Es humanamente imposible. Por eso Jesús recordaba constantemente a los fariseos que eran incapaces de guardar la ley de Dios debido a su corrupción espiritual y su necesidad de un Salvador. Sin la limpieza del pecado que Jesús ofrece y la presencia del Espíritu Santo que vive en el corazón de los redimidos y nos concede su poder, es imposible amar a Dios por sobre todas las cosas.
Sin embargo, como cristianos, Jesús nos ha limpiado del pecado, y el Espíritu Santo que mora en nosotros nos da poder. Entonces, ¿cómo podemos amar a Dios como su Palabra enseña? No podemos amar a alguien que no conocemos, por lo tanto, conocer a Dios debe ser nuestra principal prioridad. ¿Cómo lo conocemos? Al leer su Palabra, orar, obedecer sus mandamientos y honrar a Dios en todas nuestras decisiones. Mediante estas disciplinas espirituales, podemos conocer más y amar más a Dios.
Ahora bien, después del amor a Dios, el mandamiento más grande es el amor al prójimo. El amor al prójimo es producto del amor de Dios, y no puede haber verdadero amor de Dios sin amar al prójimo, tal como declara la Palabra: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Juan 4:20-21).
¿Quién es tu prójimo? Son todos los que están a tu alrededor, cercanos o lejanos. No importa su condición social ni el color de su piel. No importa si comparte tus mismos ideales e ideologías políticas. Ni siquiera importa si es tu amigo o tu enemigo. El amor al prójimo encierra a todos: tu cónyuge, tus hijos, tu padre, tu madre, tus hermanos, tu vecino, tus compañeros de trabajo, tus autoridades… en fin, a todos.
El verdadero amor al prójimo se expresa en hechos, no solo en palabras. El amor genuino está dispuesto a aborrecer lo malo y amar lo bueno para que se manifieste la verdadera justicia. Debemos mostrar amor y respeto por el prójimo para que la violencia, la discriminación y el racismo no destruya nuestra sociedad y para que el odio, el enojo y el rencor no desintegren las familias y los matrimonios.
La buena noticia es que, cuando Dios redime a un individuo, comienza a restaurar su imagen y semejanza original, y hace de él un “nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4:24). Esa redención sólo está disponible por la gracia de Dios a través de la fe en Jesucristo (Efesios 2:8-9).
Si ya tienes a Cristo en tu corazón “el amor de Dios ha sido derramado en [tu corazón] por el Espíritu Santo que [te fue] dado” (Romanos 5:5). Si aún no lo has hecho, acepta a Cristo como tu Salvador personal, y Dios hará de ti no solo una “nueva criatura” (2 Corintios 5:17), sino que te dará “un corazón nuevo y [pondrá] un espíritu nuevo dentro de [ti]” (Ezequiel 36:26).
Has sido creado a semejanza de Dios. Honra la imagen de Dios en tu vida, familia y comunidad donde vives.
Ritchie y Rosa Pugliese
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